Está bien no estar bien todo el tiempo
Nuestra cultura ha satanizado emociones como la tristeza, el enojo o el miedo, como si fuera obligación andar por el mundo cortando flores, cantando, sonriendo o bailando todo el día como lunáticos que niegan la realidad dolorosa que les acontece de vez en cuando a todos en este planeta tierra.
Jesús, nuestro máximo ejemplo de resiliencia, resistencia y empatía, nos dejó ejemplos de la experiencia de la fragilidad humana y el precioso don de validar, escuchar, acompañar en el dolor, duelo o luto a un amigo. Por ejemplo, lloró con las hermanas de Lázaro sabiendo que lo resucitaría, pero las escucho con empatía; las dejó desahogar su pena, aunque le reclamaron sin piedad “Si hubieras estado aquí, esto no hubiera pasado”. Y podemos leer que no les reprendió por reprocharle. Las dejo hablar, validó sus emociones quebradas y las abrazó, caminó con ellas hasta el sepulcro y lloró antes del milagro que cambió su lamento en fiesta.
Hay que ser selectivos para confiar nuestros estados de ánimo frágiles, pero es necesario tener con quien compartirlo, ya sea saliendo a caminar aunque no hablemos; sólo sentir su compañía, planear horas de dormir para un verdadero descanso sin tecnología ni ejercicios espirituales, sólo reposar, cabeza en la almohada, que nos “hagan piojito”, un masaje de pies o espalda para relajar la tensión muscular, o un spa en casa: poner los pies en un recipiente con agua calientita y una taza de sal de grano para détox.
Dejarte consentir y tener quién te apapache con 1,000% de confianza en respeto; si no es madre, cónyuge o hijos, de preferencia amigas con amigas o amigos con amigos para evitar involucramiento de afectos fuera de lugar por confusiones derivadas de la misma vulnerabilidad emocional del momento.